La Vida Espiritual de los Esposos

San Juan Pablo II
«Los
esposos cristianos, pues, dóciles a la voz de su Creador y Salvador, deben recordar que su vocación
cristiana, iniciada en el bautismo, se ha especificado y fortalecido
ulteriormente con el sacramento del matrimonio. Por lo mismo, los cónyuges son
corroborados y como consagrados para cumplir fielmente los propios deberes,
para realizar su vocación hasta la perfección y para dar testimonio propio de
ellos delante del mundo. A ellos ha confiado el Señor la misión de hacer
visible ante los hombres la santidad y la suavidad de la ley que une el amor
mutuo de los esposos con su cooperación al amor de Dios, autor de la vida
humana» (Encíclica Humanæ vitæ, 25).
La Encíclica dice: «Afronten, pues, los esposos los necesarios esfuerzos, apoyados por la fe y por la esperanza, que no engaña, porque el amor de Dios ha sido difundido en nuestros corazones junto con el Espíritu Santo, que nos ha sido dado».
He aquí la fuerza esencial y fundamental:
El amor injertado en el corazón
(«difundido en los corazones») por el Espíritu Santo. Luego la Encíclica
indica cómo los cónyuges deben implorar esta «fuerza» esencial y toda otra
«ayuda divina» con la Oración; cómo deben obtener la gracia y el amor de
la fuente siempre viva de la Eucaristía; cómo deben superar «con humilde
perseverancia» las propias faltas y los propios pecados en el Sacramento de
la Penitencia.
Estos son los medios -infalibles e indispensables- para formar la espiritualidad cristiana de la vida conyugal y familiar. Con ellos, esa esencial y espiritualmente creativa «fuerza» de amor llega a los corazones humanos y, al mismo tiempo, a los cuerpos humanos en su subjetiva masculinidad y feminidad. Efectivamente, este amor permite construir toda la convivencia de los esposos según «la verdad del signo», por medio de la cual se construye el matrimonio en su dignidad sacramental.
Tomado de la Audiencia General 3 de octubre de 1984